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miércoles, 23 de noviembre de 2011

MORNING SUNDAY SLAVE


Era un domingo por  la mañana cualquiera. Mañana de prensa temprana, café tardío y albornoz eterno. 
El está sentado en el sofá, con el eterno albornoz. Las piernas extendidas, cruzadas. Un café en la mesa de centro, el periódico contando lo de casi siempre. 
Ella se acerca, deambula inocente. Se pone enfrente de él. Él baja brevemente el periódico, levanta brevemente la vista, la mira. Sus miradas se encuentran, un destello pícaro cruza por la cara de ella. Ambos sonríen. 
Él vuelve a la lectura. 
Lentamente, ella se agacha, se arrodilla despacio. Frota su cara contra sus piernas, su lengua recorre el interior de sus muslos. 
Un escalofrío le recorre de arriba abajo. Sigue leyendo, aunque las letras ya no tienen sentido. 
Ella le abre las piernas despacio, su lengua sigue recorriendo caminos  intrincados, arabescos húmedos. 
Él dobla el periódico, se estira. Se relaja. Se deja hacer. Se rinde.
Ella alcanza el vértice, se entretiene con sus nuevos juguetes. Se incorpora un poco, su boca hambrienta se abre, su lengua reluce de satisfacción por lo que causa, sus ojos relucen por lo que va a venir. 
Él cierra los ojos, suspira hondo. Nota la tensión, su miembro parece que va a estallar.
Ella engulle con avidez. Su boca se llena, su lengua se mueve despacio.  Su cabeza sube, baja, despacio. ritmo pausado. Sus manos recorren las piernas, se aferran a ellas, las araña. De repente, cambia de táctica. Ya es un helado, un caramelo al que lamer. Despacio, sin prisa, cosquilleando con la punta de la lengua. Vuelta a empezar. Levanta la vista para ver el efecto en él.
Él no la ve. Tiene los ojos cerrados. El albornoz se abre del todo,  se estira completamente. Sus manos agarran el sofá con fuerza, con rabia. Siente que está a punto de llegar el momento, demasiado pronto.
De repente, ella se para. Se agacha un poco, le besa las rodillas. Lame despacio las piernas, hacia abajo. Poco a poco se acuclilla. La lengua recorre los tobillos, los empeines. Completamente agachada, como rezando, le mira una vez más y  empieza a jugar con los pies. Los acaricia con la boca, uno a uno, uno detrás del otro. Con la lengua levanta los dedos de los pies ; los labios fruncidos, la lengua bailando, uno a uno van cayendo en la caverna húmeda y suave.
Él da un respingo. Por un momento se ha sentido abandonado, traicionado. Ella lo ha dejado a medias. Entonces nota la extraña sensación. Un torbellino de sensaciones desbarata las anteriores. Una de sus manos viaja a su miembro, salvajemente encendido. Se acaricia una vez, una sola vez, y explota. Durante un brevísimo instante, su cuerpo se tensa como un arco, su respiración se para, su mente ennegrece. 
Ella sigue lamiendo mientras ve pasar dos lenguas blancas por encima, y luego otras dos aterrizan a dos centímetros de ella. Otra resbala lentamente como lava de un volcán carnoso.
Él la mira. Ve lo que ya suponía: esa mirada de putilla complaciente, de colegiala pecaminosa. Él le sonríe, divertido y agradecido, y piensa “Qué bueno es tener una esclava los domingos por la mañana”.
Ella le mira, sin abandonar la postura, incómoda pero morbosa. Ve su sonrisa feliz, picarona. Y piensa: “Es divertido ser esclava un domingo por la mañana”.