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lunes, 14 de diciembre de 2009

Mis cien años de soledad.

Debo ir por la octava o novena lectura de "Cien años de soledad". A pesar de ser un lector voraz, de vez en cuando la echo de menos, como a otras cosas en la vida. A ésta la echo de menos de forma pausada, calmada, pero no por ello menos necesaria. Pocos libros he releído, y éste supera todas mis marcas. Y si, de vez en cuando, te encuentras a alguien que también adora esta obra, pues a releer tocan.
La leí hace muchos años, quizá con 20 o 25 años, no recuerdo exactamente. Herencia paterna, en edición argentina (cosas de la censura o de la escasez, supongo), la empecé con pocas ganas, ganas que se transformaron en adicción a partir del famoso párrafo inicial.
Cada vez que la leo me deleito con diversas partes. La primera vez, me rendí a las experiencias aventureras y vitales de José Arcadio, su humanidad inconcebible y desbordante, sus amores casi incestuosos con Rebeca ("¡Ay, hermanita!") y lo trabajoso de su amortajamiento y entierro, incluido el profético viaje de su sangre para encontrar a su madre.
Más tarde, me enamoré perdidamente de Remedios, la bella. Mi destino hubiera sido la locura, como el de tantos otros; menos mal que ascendió al cielo y libró a la humanidad de una plaga amorosa, de difícil vacunación. Desde luego, era mejor partido Amaranta, inteligente, fría y calculadora, manipuladora pero llena de amor, que no supo o no quiso entregar.
En otra lectura, me entretuve especialmente con Aureliano Segundo, un José Arcadio intercambiado en el cuerpo de un Aureliano. Crápula y gamberro, juerguista, infiel irredento pero amable y respetuoso con su mujer, con un poderoso motivo para tener un amante: cuanto más infiel era, mejor le iban las cosas, por lo menos con Petra. Épicas sus parrandas y su funeral ("Apártense, vacas, que la vida es corta"), simultáneo al de su gemelo, y, como era de esperar, los enterraron intercambiados.
No sé cómo en anteriores lecturas me pudo pasar desapercibida la frágil y triste historia de amor entre Meme y Mauricio Babilonia, un tipo altanero y seguro de sí mismo, odioso en público y adorable en privado, rudo y tierno a la vez, distante y entregado, portador de mariposas y de locuras de amor, cercenado en vida por malas envidias. Y padre ignoto de Aureliano Babilonia.
Éste es el último de los Buendía, autodidacta, antropófago lector, descifrador de las profecías que ponen fin a la obra, protagonista de la única historia de amor verdadero, sólo que con la persona equivocada. Testigo del destructivo fin de la ciudad de los espejos, es el elegido para rematar la historia, culpable de ser el único Buendía que ha amado y ha sido amado.

Ahora me doy cuenta de por qué me gusta esta novela. Es una novela de una vida, de la vida, a escala de cien años: Yo he sido José Arcadio, yo he sido Aureliano Segundo, yo he sido Mauricio Babilonia. Yo he amado a Rebeca, a Amaranta, a Meme. Yo soy Aureliano Babilonia, y seguro que estoy condenado a cien años de soledad.

1 comentario:

  1. No importa si has sido bueno, malo, crápula, fiel, introvertido, soplagaitas, solitario o hijo de perra.

    Lo único que importa es que haya merecido la pena cada uno de esos estados, si en realidad, has disfrutado en el proceso.

    Sí ha sido así, enhorabuena.

    No te condenes tan pronto, aún te queda ser muchos personajes más. Yo también he pensado alguna vez que estoy condenada a ser Pilar Ternera, pero seguro que el destino me tiene reservada alguna sorpresa.

    Me ha gustado mucho esta entrada, como no podía ser de otra manera.

    Beso!!

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